El 25 de mayo es mucho más que una fecha patria: es la puerta de entrada a un proceso largo, conflictivo y lleno de contradicciones, que aún resuena en nuestra historia contemporánea. Esta reflexión propone pensar aquella jornada fundacional no como un acto heroico cerrado, sino como el inicio de una disputa por la soberanía, el poder y el sentido de Nación. A 215 años, seguimos habitando ese legado
Hace 215 años, en el entonces Virreinato del Río de la Plata, un grupo de criollos comenzó a plantearse seriamente la emancipación del Imperio español. Por supuesto, en aquel entonces, Argentina no existía ni como idea, pero fue un hecho que desencadenó sucesos impredecibles para aquellos contemporáneos.
El Imperio español hacía tiempo había perdido su posición de hegemonía en el sistema-mundo europeo y sufría reveses en su guerra contra la Francia napoleónica. A su vez, las invasiones inglesas (1806–1807) pusieron de manifiesto las debilidades que tenía España para defender sus pretendidos dominios.
Por otra parte, en el mundo de las ideas, las teorías sobre la soberanía popular estaban en expansión, todavía con la memoria fresca de la Revolución de las Trece Colonias (que daría forma a los Estados Unidos de América) y de la Revolución Francesa. En España, una serie de estallidos bajo banderas liberales intentaban frenar la conquista napoleónica y reordenar el vínculo entre la metrópoli y sus dominios en Hispanoamérica.
Sin embargo, en el Río de la Plata se reinterpretó la idea de retroversión de la soberanía al pueblo: una antigua doctrina jurídica, de raíces escolásticas, articulada por pensadores como Francisco Suárez, según la cual, ante la ausencia del monarca legítimo, la soberanía retornaba a su fuente original: el pueblo. Esta idea habilitó que fuera el propio pueblo quien pudiera constituir un ordenamiento político propio. Así lo pensaron, y así lo hicieron, los criollos revolucionarios, sin prever las problemáticas que emergerían a raíz de aquella decisión.
La cuestión fundamental recaía en una pregunta inevitable: ¿a qué “pueblo” debía retornar esa soberanía? Por aquel tiempo, se entendía como “pueblo” a los habitantes de cada ciudad con Cabildo, por lo que cada élite política local se arrogó el derecho a proclamarse soberana. Ello contradecía abiertamente los intereses de la élite criolla porteña, decidida a ocupar y administrar el vacío dejado por el rey de España.
Procesos similares ocurrían en otras partes del continente, como Caracas, Bogotá o Santiago de Chile, dando lugar a un ciclo de juntas que compartían motivaciones comunes y formas jurídicas semejantes.
En definitiva, el 25 de mayo es un símbolo: una fecha que materializa la puesta en marcha de un proceso largo, sangriento, no lineal, destructor de antiguos modos de vida, constructor e integrador de otros nuevos, pero que, de una u otra manera, estableció las condiciones necesarias para los cimientos de lo que más tarde resultaría ser la República Argentina.
Fue el hecho posibilitador de la declaración de independencia del 9 de julio de 1816, tras un fallido intento en 1813. Fue también el disparador de las guerras civiles entre Estados-Provincias, que no lograban ponerse de acuerdo en la forma de organizar y distribuir el poder y las riquezas (es decir, en sancionar un texto escrito que estableciera reglas de juego: la propia Constitución Nacional).
La Revolución de Mayo hizo posible la existencia de una Confederación Argentina hegemonizada por la Provincia de Buenos Aires. Luego sobrevino la coexistencia de dos entidades que reclamaban soberanía: la Confederación Argentina, con capital en Paraná, que sancionó su Constitución en 1853 sin la participación de Buenos Aires, y el Estado de Buenos Aires, por el otro. Un empate inestable que culminó cuando el Poder Central logró sus objetivos: acabar con las disidencias de los caudillos de la Confederación y federalizar la Ciudad de Buenos Aires (y sus rentas de aduana), luego de aplastar la disidencia porteña.
En definitiva, el 25 de mayo es la fecha simbólica que marcó el inicio de un doloroso proceso emancipador del Imperio español, que —tras ciclos de guerras diversas— pudo ver consolidado al Estado nacional recién en 1880.
A partir de allí, un “ciclo de ilusión y desencanto” (en palabras de Gerchunoff y Llach) es la obra que habrá de acompañar, y que nos sigue acompañando, a todos aquellos que nos sentimos argentinos y, en lo personal, riojano y latinoamericano.

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