El caso de Venezuela invita a pensar muchas capas al mismo tiempo, pero hay una que sobresale: la relación entre el Derecho Internacional y la soberanía estatal. Desde sectores que todavía niegan la existencia de una dictadura, se recupera un principio histórico de las Relaciones Internacionales según el cual los problemas de un pueblo deben ser resueltos por ese mismo pueblo sin intervenciones externas.
En mi opinión, los venezolanos hicieron todo lo que estuvo a su alcance para alcanzar puntos de acuerdo e intentar un cambio político por vías pacíficas. Pero, ante cada intento, chocaron contra un muro: un aparato bolivariano que había decidido no volver a entregar el poder.
Las primeras reacciones de la oposición fueron desconocer los intentos del gobierno de Maduro de legitimarse como presidente. Desde el fraude electoral de 2013, pasando por el cierre de la Asamblea Nacional elegida en 2015, hasta las represiones masivas, los encarcelamientos, los centros de tortura y secuestro, y el uso del narcotráfico como herramienta de financiamiento en un entorno de sanciones internacionales: todo describe un régimen dispuesto a sostenerse a cualquier costo.
El gobierno de Maduro nació torcido, con un modelo económico agotado ya en 2012, que luego derivó en una de las peores crisis macroeconómicas de las últimas décadas: caída del precio del petróleo, hiperinflación, desplome del PIB, aumento de la pobreza, escasez alimentaria y crisis energética. Frente a este derrumbe, el gobierno decidió profundizar el control social.
La oposición, por su parte, fue caótica: sin estrategia unificada, atravesada por casos de corrupción e intentos fallidos de golpes. La legitimidad de Maduro nunca fue clara, y eso no fue casualidad sino parte del programa bolivariano. Bajo la estética de la “democracia participativa” y un calendario electoral permanente en niveles subnacionales, se ocultaba un régimen que, mediante el control del Poder Judicial, el sistema electoral y las Fuerzas Armadas, blindó el acceso al Ejecutivo. Tras la breve irrupción de Juan Guaidó en 2019 —rápidamente deslegitimado incluso dentro del propio país—, gobierno y oposición intentaron rondas de negociación con Noruega como mediador.
Maduro exigía levantar sanciones; la oposición pedía elecciones libres y libertad para los presos políticos. Hubo avances parciales, pero el punto crítico era el de siempre: votar.
La oportunidad llegó en julio de 2024. Y la campaña empezó con trampa: la inhabilitación de por vida de María Corina Machado bajo una acusación infundada de “traición a la patria”. Lejos de romper el tablero, Machado dio un paso al costado y apoyó a Edmundo González. Las elecciones ocurrieron con irregularidades, pero con un resultado evidente: una victoria abrumadora para González.
Al anunciar los resultados, el chavismo habló de un “hackeo masivo” que habría afectado el conteo, pero simultáneamente proclamó ganador a Maduro. Fue un fraude abierto. No entregaron ninguna prueba, ni siquiera cuando Lula da Silva lo pidió formalmente. Lo poco que quedaba de democracia se extinguió, y Venezuela entró de lleno en un régimen dictatorial.
El pueblo entendió lo obvio: la vía electoral estaba clausurada porque el gobierno nunca aceptaría un cambio de poder. Maduro y su entorno cavaron su propia tumba política. Mostraron al mundo que no existe solución pacífica posible en el marco actual y brindaron a Estados Unidos el argumento ideal para aumentar la presión por los vínculos del régimen con el crimen organizado transnacional.
Venezuela es hoy un país roto. Más de ocho millones de personas lo abandonaron buscando oportunidades, huyendo de la persecución o escapando de la destrucción económica. El mundo conoció el horror bolivariano gracias a la diáspora venezolana, que narró con dolor lo que vivió. La idea de que “el pueblo resolverá sus propios problemas” quedó clausurada por decisión del propio chavismo. Maduro eligió este camino. Y ahora deberá enfrentar las consecuencias.
El post-madurismo no será simplemente una transición política: será una reconstrucción nacional de cero. El día después exigirá algo mucho más difícil que ganar una elección: reconstruir instituciones destruidas, restablecer la confianza pública y contener un país fragmentado social, territorial y económicamente.
El verdadero desafío será entender que el fin del madurismo no garantiza automáticamente el nacimiento de una democracia estable. La salida del régimen abrirá una oportunidad histórica, pero también un vacío de poder que puede derivar en renovación o en nuevas formas de autoritarismo. Venezuela tendrá que elegir si reconstruye un Estado para los ciudadanos o si vuelve a quedar atrapada en la lógica de caudillos, facciones y fuerzas paralelas. Ese es el dilema central del post-madurismo. Y el mundo —que durante años miró hacia otro lado— tendrá que decidir si acompaña una transición real o si se conforma con administrar la crisis.

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